(Y la obligación legal de un test psicofísico que cualquier trabajador debe cumplir. Salvo que quiera ser Presidente).
Por Gustavo González (*)
Massa se acordó tarde de pedir un test psicofísico para los candidatos presidenciales. Era un debate que la sociedad y sus representantes políticos debimos dar antes de la campaña electoral.
En principio, porque se ajustaría a lo que dispone la Resolución 37/10 de la Superintendencia de Riesgos del Trabajo en el marco de la Ley 24.557: “Antes y durante el inicio de la relación laboral todo empleador realiza exámenes médicos de control con el objetivo de determinar las condiciones psicofísicas de sus trabajadores (…) La realización de los exámenes preocupacionales es obligatoria, debiendo efectuarse de manera previa al inicio de la relación laboral.”
En una columna en PERFIL antes de las PASO, lo explicaba Juan Tesone, médico y psiquiatra, miembro titular de la Asociación Psicoanalítica Argentina y de la Sociedad Psicoanalítica de París. Tesone advertía que la obligatoriedad que rige para todos los trabajadores, incluso para obtener un carnet de conducir, no se cumple para ingresar a cargos de relevancia en el Estado.
Por ejemplo, para ser presidente.
El especialista se preguntaba: “¿Es menos riesgoso para la sociedad asumir la gestión de diputados, senadores, ministros o presidente que conducir un automóvil? ¿Por qué motivo la jerarquía en la función pública los deja por fuera de la obligatoriedad que tiene todo trabajador?”.
De Milei se pueden decir muchas cosas, menos que sea normal. Es su ‘anormalidad’ la que lo vuelve exitoso.
Normalidad y locura. Que los candidatos a ejercer cargos públicos no cumplan con los mismos requisitos que se le exigen al resto, es reconocer cierto nivel de impunidad y de responsabilidad compartida. De anomia. Porque, además de no ser equitativo, se incumple con la ley a la vista de todos y todos siempre lo aceptamos.
Aunque exigir su cumplimiento también obligaría a debatir qué buscaría un estudio psicológico en un candidato a presidir la Argentina. Ya que si lo que busca es verificar su estado de normalidad, a continuación surgiría la duda de si una persona diagnosticada como normal estaría en condiciones de conducir un país. Un país como éste.
Hasta cabría preguntarse si para ser Presidente se requiere de algún nivel (acotado) de locura.
No es casual que el tema haya sido planteado en estos comicios y no antes. Es la primera vez que compite para jefe de Estado alguien como Javier Milei.
De él se podrán decir muchas cosas, menos que sea normal. Normal en el sentido de un político como los demás, estándar, lo que se supone correcto. Es precisamente su “anormalidad” la que lo vuelve exitoso.
Tan distinto como que, desde la recuperación democrática, no hubo otro político que haya manejado su nivel de violencia verbal. Salvo contadísimas excepciones, los dirigentes más importantes ya recibieron sus insultos extremos, incluyendo al Papa. Su excusa siempre es ideológica, pero su agresividad es personal: “hijo de puta”, “sorete”, “pedazo de mierda”, “gusano arrastrado”, “te aplasto”, “pelado asqueroso”, “enano diabólico”, “pelotudo”, “torre de estiércol”, “inútil”, “mentiroso”, “la concha de tu madre”, “siniestro”, “parásito de mierda”, “parásito chupasangre”, “chorro”, “tontito”, “bobito”, “boludo”, “estúpido”, “idiota”, “burro”, “lacra”, “rata”.
Cada sector elige a quien lo refleja mejor. No votan candidatos, sino a espejos con forma de candidatos
A la violencia verbal se suma la violencia gestual. Cada insulto, cada muestra de desprecio frente a quienes no piensan como él, es acompañado de gritos, puños en alto, tez enrojecida, frente transpirada y ojos inyectados en sangre. Ahora agregó el zamarreo de una motosierra encendida.
No se trata de una actuación. Milei es el mismo frente a las cámaras que detrás de ellas.
Nada de eso es normal, pero sí políticamente eficaz.
Tampoco es normal que esté convencido de que Dios le encomendó la misión de conducir este año los destinos del país, que crea que su perro Conan sigue vivo (murió en 2017) y que sus clones son capaces de asesorarlo en economía y filosofía a través de médiums y de un sistema de comunicación interespecies.
Ni es habitual un político (sociables por naturaleza) que sea tan solitario como él, sin novia hasta casi sus 50 años, que pasó trece Navidades brindando solo junto a Conan, sin amigos y con apenas una persona en la que siempre confió: su hermana Karina.
Es cierto que tampoco es común que alguien reciba violencia física y psicológica como la que debió soportar de sus propios padres, además del permanente bullying de sus compañeros de colegio.
Salud mental. Freud no conoció a Milei, pero sí a pacientes con incompatibilidad para relacionarse con los demás, imposibilidad de mantener relaciones afectivas duraderas, sensación de que los otros conjuran en su contra y de tener una enorme cantidad de enemigos a los que enfrentar. En algunos casos, a ese tipo de padecimientos diagnosticados por Freud, se le sumaba el de quienes escuchaban voces no reales.
Para el psicoanálisis, la locura puede funcionar como la defensa de una persona que se ve sobrepasada por experiencias extremadamente traumáticas. El fundador del psicoanálisis llamó mecanismo de defensa al artilugio mental que se pone en marcha frente al terror que provoca enfrentar los propios miedos.
Está en constante debate qué es, de verdad, lo que popularmente se denomina locura y cómo se debería tratar a quienes la sociedad considera locos. Incluso, hay corrientes que plantean que hay grados de neurosis y psicosis que se enmarcan dentro de una cierta normalidad que las hace imperceptibles.
En cualquier caso, un debate sobre la salud mental de los gobernantes o de quienes aspiren a serlo, debería contemplar los complejos intersticios de la psicología del poder. Desde las enfermedades que lo pueden preceder a las que ocasiona la práctica misma del poder, como la depresión o el síndrome de Hubris, con su característico sentido de omnipotencia.
Justamente esta semana se celebró el Día de la Salud Mental, un estado de la psiquis que la OMS describe como “un estado de bienestar en el cual el individuo es consciente de sus propias capacidades, puede afrontar las tensiones normales de la vida, trabajar de forma productiva y fructífera y ser capaz de hacer una contribución a su comunidad”.
LA OTRA CARA DEL DEBATE
El incumplimiento de todos los candidatos presidenciales a la obligación de someterse a un test de aptitud psicológica, impide saber si Javier Milei y sus competidores cumplen con esas condiciones.
Pero todavía están a tiempo de hacerlo en forma voluntaria y darlo a conocer antes del próximo domingo.
Y si el resultado no fuera el mejor, hasta podrían decir que los grandes hombres deben tener algún grado de locura mezclado con su ciencia (Moliere) o proclamar la falta que hace la locura para “curar la peste del sentido común” (Unamuno). O, simplemente, podrían alegar que la locura es relativa porque “depende de quién encierre a quién en la jaula” (Bradbury).
¿Otro país? Los candidatos tienen la obligación de cumplir con la ley. Y sus votantes tienen el derecho de conocer el diagnóstico e, incluso, el de elegir a un loco para conducir sus destinos.
Es el derecho de las personas quebradas emocional y económicamente, agobiadas por un sistema que no les da lo que creen merecer, rotas por el individualismo, violentadas por el sentido común de época y engañadas por sus dirigentes.
El derecho de votar a un hombre inestable que represente la inestabilidad que ellos vienen sintiendo desde hace tanto tiempo.
Como lo que se votan son espejos con forma de candidatos, si la mayoría siente eso, lo que se viene es el reflejo de una ruptura con todo lo que conocimos desde el regreso de la democracia.
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