Por Ileana Chirinos Escudero *
Desde su llegada a la presidencia, Javier Milei ha impuesto un estilo de liderazgo basado en la confrontación y la certeza absoluta de su visión. Su discurso, lleno de referencias épicas y una retórica contra el sistema, lo ha posicionado como un líder disruptivo. Sin embargo, su manera de ejercer el poder refleja patrones psicológicos que han sido observados en diversos líderes a lo largo de la historia: la desconexión con la realidad, la justificación de sus fracasos bajo una lógica conspirativa y la incapacidad de pedir disculpas.
Uno de sus rasgos más notorios es lo que se conoce como el Síndrome de Hubris, una patología transitoria del poder que afecta a quienes se sienten infalibles. Milei parece encajar en muchos de sus síntomas: un exceso de confianza en su propio juicio, la creencia de que quienes lo contradicen son enemigos, la convicción de estar guiado por una verdad incuestionable y el progresivo aislamiento de su círculo de poder. Su gobierno, ha tomado decisiones impulsivas y ha apartado sin miramientos a figuras clave de su entorno, como Victoria Villarruel, Nicolás Posse y Ramiro Marra. La disidencia interna no es tolerada, y quienes osan desafiar su autoridad son rápidamente etiquetados como traidores o pasados por la «guillotina».
El problema del Hubris es que conduce a decisiones erróneas porque quien lo padece deja de escuchar opiniones ajenas y solo confía en su propia percepción. La historia lejana y reciente muestra que los líderes atrapados en esta mentalidad suelen caer no por la fuerza de sus adversarios, sino por su propia ceguera. La única cura para este síndrome es un golpe de realidad.
Pero esto ya paso y fue el año pasado, también en febrero con el tratamiento de la Ley Ómnibus. Sin embargo, lejos de asumir el fracaso como una señal de que debía replantear su estrategia, Milei recurrió a lo que él mismo denomina el Principio de Revelación. En su lógica, la caída del megaproyecto de reformas económicas y políticas no fue un error, sino una prueba de que los legisladores que votaron en contra quedaron “expuestos” ante la sociedad. De este modo, transformó una derrota política en una suerte de purificación ideológica, en la que los opositores pasaron a ser señalados como enemigos del pueblo y otra vez, traidores al proyecto de cambio.
Este mecanismo discursivo es una herramienta populista clásica. Convierte la adversidad en una confirmación de que el líder está en lo correcto y refuerza la narrativa de que existe un sistema corrupto que intenta impedir su avance. Sin embargo, esta estrategia tiene límites. La realidad económica y social no se transforma con discursos, y si Milei no logra traducir sus promesas en resultados concretos, la frustración de sus seguidores podría volverse en su contra.
A todo esto, se suma otro rasgo característico de su liderazgo: la imposibilidad de pedir disculpas. En la política, reconocer errores siempre ha sido un desafío, pero en Argentina, donde el liderazgo tiende a ser personalista, pedir perdón suele percibirse como un signo de debilidad. Mientras en otros países figuras como Tony Blair o Barack Obama han sabido disculparse públicamente, en la Argentina la autocrítica es casi inexistente. Milei, con su estilo confrontativo, parece incapaz de admitir equivocaciones de manera genuina.
Para él, pedir perdón equivaldría a ceder ante sus adversarios y a exponer una fragilidad que podría ser utilizada en su contra. Sin embargo, diversos estudios han demostrado que los ciudadanos valoran la honestidad y la humildad en sus líderes. Un dirigente que reconoce sus errores genera mayor confianza que aquel que se muestra inflexible ante la evidencia. La negativa a admitir fallas puede agravar la desconexión con la realidad, y cuando un líder insiste en su infalibilidad pese a las señales en contra, su credibilidad se desgasta. En algún momento, la imagen del dirigente que nunca se equivoca se quiebra, y cuando eso sucede, el costo político es irreversible.
Milei ha demostrado que la audacia y la convicción pueden llevar a alguien al poder. Pero el liderazgo no solo se sostiene con determinación; también requiere inteligencia emocional, capacidad de adaptación, de negociación y, sobre todo, humildad. Los líderes más efectivos no son los que nunca fallan, sino aquellos que saben aprender de sus errores. La falta de educación emocional en la política es un problema que trasciende a Milei. Si los dirigentes no desarrollan la capacidad de gestionar su ego, de reconocer sus limitaciones y de conectar empáticamente con la sociedad, difícilmente puedan construir un liderazgo sólido y duradero. Milei aún está a tiempo de comprender que la fortaleza de un gobernante no radica en la rigidez, sino en la capacidad de evolucionar con la realidad. La gran pregunta es si su ego se lo permitirá.
* Escritora. Feminista. Mediadora. Prof. universitaria. Contadora. Master en Negocios y en Administración. Madre y esposa.
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