La prohibición de protestar en las calles y el arrasador decreto desregulador, contradicen derechos básicos de la Constitución Argentina.
Por Roberto Gargarella (*)
Los primeros días de Javier Milei como presidente de Argentina muestran a un gobierno más atolondrado que dinámico, más irresponsable que audaz. El gobierno exhibe un alto grado de improvisación e impericia, cuando las radicales medidas que impulsa exigen de acuerdos amplios para poder sostenerse en el tiempo.
Más que la inspiración que llega desde “las fuerzas del cielo” (las que suele invocar el presidente), lo que traslucen los primeros movimientos de esta nueva administración es una combinación de ingenuidad e impericia llamativas. Ha sido así en las dos áreas principales en las que ha actuado hasta ahora, y que revisaré a continuación: la social, sobre todo a través de un intento de “restablecimiento del orden” en la calle frente a la protesta social, y la económica, por medio de una arrasadora iniciativa desregulatoria. Anticipo mi juicio al respecto: el contenido de lo que se está haciendo es, en general, muy reprochable, ya que contradice derechos básicos de nuestra demandante Constitución y los medios a los que se está recurriendo resultan insostenibles, por implicar violaciones graves en los procedimientos jurídicamente establecidos.
Comienzo por la cuestión social y así, por el “protocolo antipiquetes” presentado por la ministra de Seguridad, Patricia Bullrich, el 14 de diciembre pasado. Según la ministra, se trata de “un protocolo para el mantenimiento del orden público”, destinado a asegurar la libre circulación de vehículos y personas, ante la habitual organización de piquetes [cortes de calles] que suelen dificultar el tránsito, sobre todo en la ciudad de Buenos Aires. Fundado de modo exclusivo en el art. 194 del Código Penal de la Nación (que sanciona a quien “entorpeciere el normal funcionamiento de los transportes”), el protocolo prohíbe la protesta en las calles, organiza la respuesta coercitiva del Estado, anuncia la quita de subsidios públicos a los manifestantes, y reclama la identificación facial de los protestantes.
A pesar de su desmedida ambición, dicho instrumento exhibe una fragilidad jurídica notable. Por un lado, el protocolo contradice los principales estándares establecidos por el Sistema Interamericano de Derechos Humanos (que considera a calles y plazas como espacios naturales de la protesta, que limita el uso de la fuerza a la prevención de la violencia por parte de los manifestantes, que niega que pueda exigirse el permiso previo a una manifestación política). Por otro lado, el protocolo choca también con la propia Constitución argentina, que protege el derecho de tránsito, tanto como los derechos de manifestación, crítica política, reunión, asamblea, petición, etc. Se trata de derechos fundamentales que no pueden ser, simplemente, removidos o socavados por una resolución ministerial.
Peor aún, el protocolo se introdujo y justificó con un tono bélico (“La fuerza será proporcional a la resistencia”) e implicó el tratamiento de los opositores como enemigos de Estado (“el que las hace las paga”). Terminó por recurrir al mismo tipo de extorsiones que el gobierno atribuía al kirchnerismo: antes era “si no te movilizas te quito el subsidio” y ahora “si cortas la calle te quito el subsidio”. En fin, una medida políticamente prepotente y jurídicamente errada.
Todavía más controvertido resulta el decreto de necesidad y urgencia (DNU) para la “desregulación económica del país”, dictado el 20 de diciembre pasado. Se trata de un Decreto de más de 80 páginas y 366 artículos, que viene a derogar unas 300 normas vigentes, incluyendo —de modo insólito— a más de 40 leyes. El decreto pretende ponerse por encima del Código Civil de la Nación, modificar la Ley de contrato de trabajo, anular la Ley de alquileres y cambiar las regulaciones de la sanidad privada, del sector aerocomercial y de los medios de comunicación, entre tantos otros rubros.
Corresponde comenzar señalando lo obvio: en la Argentina, como en cualquier democracia constitucional, un decreto no puede derogar una ley. La Constitución, de hecho, prohíbe en términos severísimos que el Presidente legisle a través de decretos. En su art. 99 inc.3 sostiene: “El Poder Ejecutivo no podrá en ningún caso bajo pena de nulidad absoluta e insanable, emitir disposiciones de carácter legislativo.” La Constitución admite el dictado de decretos de emergencia, pero lo hace condicionándolos de modo muy estricto: los permite, exclusivamente, “cuando circunstancias excepcionales hicieran imposible seguir los trámites ordinarios previstos por esta Constitución para la sanción de las leyes”. La jurisprudencia al respecto, por lo demás, también es sólida y consistente: la misma considera inválidos los decretos de emergencia emitidos para situaciones no excepcionales (casos “Verrocchi” de 1999 o “Consumidores Argentinos” del 2010).
Como era de esperar, el reciente decreto generó, desde su dictado, reacciones muy negativas: hubo un “cacerolazo” masivo la noche del anuncio; los principales grupos políticos en el Congreso se abroquelaron en contra de la medida y prometieron derogarla; y ya hubo presentaciones en los tribunales, buscando la invalidación judicial del eecreto. La consideración es unánime en cuanto a que el decreto agravia a la división de poderes.
A la luz de estos desarrollos, la pregunta es: cómo es que el gobierno pudo animarse a impulsar normas semejantes? Ofrezco un par de hipótesis, consistentes entre sí.
La primera es que, en lo que hace a su iniciativa desregulatoria, el Poder Ejecutivo apuesta a que el Poder Judicial, por temor al repudio social, no invalide la medida. Es una apuesta extremamente arriesgada. Y, sobre todo, apunta a que el Congreso no pueda derogarla. Esto último, gracias a uno de los tantos horrores legales que heredamos del kirchnerismo. Dicha fuerza política, buscando favorecer los poderes discrecionales del entonces presidente Néstor Kirchner, promovió a través de Cristina Kirchner un sistema que torna muy difícil la invalidación legislativa de los DNU: ambas Cámaras deben pronunciarse explícitamente por la derogación, lo que implica decir que, con que una de las dos Cámaras no consiga acuerdo, el DNU se mantiene.
La segunda hipótesis destinada a explicar lo que parece inexplicable, es que el presidente, y quienes colaboraron con él en la redacción del DNU, mezclan arrogancia, inexperiencia, prepotencia e ingenuidad, en dosis similares. Esta segunda explicación permite entender el despropósito de avanzar con medidas tan extremas y tan agraviantes sobre tantos sectores al mismo tiempo; y torna comprensibles los niveles de fastidio y rechazo generados por el decreto en sus primeras horas de vida. Sólo las cámaras empresarias —lo cual no es poco— han dado un apoyo abierto al Decreto.
El futuro está abierto, en todo caso, y la partida recién comienza a jugarse. Pero los augurios son lúgubres o de espanto, para un gobierno que no cuenta con el respaldo de un partido político fuerte (como lo tuviera Trump, en EEUU), ni recibe el firme apoyo del ejército, sectores religiosos o asociaciones civiles (apoyos como los que consiguiera Bolsonaro, en Brasil), y está muy lejos de disponer de mayorías propias en ninguna de las dos Cámaras Legislativas (como le ocurriera a Castillo, en Perú). Peor todavía: descansando en una legitimidad de origen que ya aparece muy diluida, el gobierno no muestra la menor disposición a forjar el consenso que sus controvertidas medidas requieren. Hablo de acuerdos democráticos amplios y profundos, como los que hoy tantos exigimos y todos necesitamos.
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* Roberto Gargarella es profesor de Derecho Constitucional e investigador del Conicet (Argentina)/ Universidad Pompeu Fabra (España). Columna publicada en el diario El País, de España.
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