Por Gustavo González *
Lo que para cualquier político puede ser una derrota descalificante, para un político-antipolítica puede ser una medalla más frente a ese sector del electorado que “compró” el relato simplificador de que la crisis de la Argentina es responsabilidad de un Estado ineficiente y de una casta que lo usó en beneficio propio.
Por eso, si para la dirigencia tradicional la caída de la ley ómnibus podría ser considerada un papelón o una señal de debilidad, para Javier Milei puede ser una nueva oportunidad de confirmar lo diferente que es.
De hecho, es esa particularidad la que lo hizo popular y con la que llegó a ganar la elección. Pregonando las ideas políticamente más incorrectas conocidas desde la última dictadura militar: la liberalización de la venta de órganos y armas, insultar a quien no piensa igual, calificar la justicia social de “aberración”, tratar al Papa de comunista y enviado del Maligno, descalificar las políticas de derechos humanos o elegir como compañera de fórmula a una defensora de los viejos dictadores.
Es el mismo outsider que en plena negociación de sus funcionarios por la megaley llamó delincuentes, estafadores, corruptos y coimeros a los legisladores y gobernadores con los que negociaban; y el mismo que en las últimas horas apoyó con RT y “me gusta” a seguidores suyos que dijeron que los radicales son “putitas del peronismo”, que Macri “negoció y se lo cogieron” y que Pichetto usó “bulos o kioscos como moneda de intercambio”.
El mismo que difundió una lista con las caras de los diputados que no lo acompañaron acusándolos de traidores. Incluyendo a legisladores de su propio espacio y aliados que trabajan en el Gobierno. Después agregó que fueron diputados que “usaron el discurso del cambio para rapiñar una banca” y que son “enemigos” del pueblo.
Nuevo relato hegemónico. El mayor éxito de Milei no fue exponer un plan económico que explicara cómo volver a crecer, sino haber impuesto como verdadero un nuevo relato de época. Un relato que sostiene que el problema del país son sus políticos y el Estado y no que, entre otros factores, el problema son los malos políticos y un Estado mal gestionado.
Como el relato K, este relato M también resulta lo suficientemente verosímil (y en parte verdadero y en parte falso) como para prender con facilidad en amplios sectores sociales.
Tanto prendió que hasta los mismos políticos se acusan mutuamente de ser casta. O lo acusan a Milei de que, al final, termina designando a la casta en su gabinete.
La última acusación ocurrió tras el nombramiento de Daniel Scioli, a quien los propios peronistas y opositores califican de “el más casta de todos”. O sea, los mismos políticos acusados de casta por el oficialismo acusan de casta a un dirigente que, guste o no, fue electo democráticamente como diputado (en dos períodos), gobernador de la provincia de Buenos Aires (dos mandatos) y vicepresidente de la Nación, y que en 2015 perdió el balotaje para la presidencia por menos de tres puntos.
Siguiendo a Gramsci, se podría decir que si los propios sometidos por el discurso de Milei aceptan mansamente el lugar en el que ese discurso los coloca, esa es la prueba de que el relato M se ha impuesto como nuevo relato hegemónico.
Esto es: si los mismos políticos creen que quienes dedican toda su vida a la cosa pública son incapaces y/o corruptos y si el Estado es sinónimo del Mal, entonces el poder ha logrado el sometimiento más importante que, según el filósofo italiano, es el cultural.
El Estado macrista. También es curioso que el PRO acepte este nuevo relato hegemónico. Se trata de un partido que, según su fundador, Mauricio Macri, fue creado como una alternativa permanente de poder para gobernar el país y que hizo intervenir al Estado en la vida cotidiana de los habitantes de la Ciudad de Buenos Aires como no lo había hecho ningún gobierno antes. Una política de Estado-distrito que continuó Larreta y que seguramente seguirá Jorge Macri.
Hasta se podría coincidir en que ese intervencionismo estatal (en la vía pública, en la prioridad del transporte público sobre el privado, en la de los ciclistas sobre los automovilistas y en la decisión de haber tomado la seguridad en manos del Estado porteño) fue más exitoso que el de un partido supuestamente más intervencionista, como el peronismo.
En materia de seguridad, esa consideración del rol del Estado en el macrismo hoy está expresada por la ministra Patricia Bullrich y bajo la razonable consigna de que en una democracia es el Estado el que ostenta el monopolio de la fuerza. Ese intervencionismo es tan decidido que no retrocede pese a los críticos que le reclaman una intervención más consensuada, menos dura.
Esta mirada sobre el Estado, aun de un sector como el macrismo, que propone una mayor racionalidad de ese Estado, se contrapone con el anarcocapitalismo de Milei, cuyo objetivo declarado es la abolición del Estado de toda la vida pública, con transición en este minarquismo que intenta aplicar.
Nuevo viejo relato. No es la primera vez que un relato como el mileísta encuentra eco en la sociedad. La anterior fue a mediados de la década del 70, cuando la dictadura militar consiguió (tras el caos social y económico del gobierno de Isabel Perón y el delirio de las organizaciones guerrilleras y de las bandas terroristas) instalar la idea de que sin políticos y sin Estado la Argentina sería mejor.
De allí surgió el fin de las elecciones democráticas, el cierre del Congreso y los eslóganes repetidos a toda hora del estilo “Achicar el Estado es agrandar la Nación” o “El silencio es salud”.
Durante más de seis años de esa dictadura con facultades absolutas y represión ilegal, y con un resultado económico de alta inflación y bajo crecimiento, aquel relato hegemónico se fue diluyendo.
El que lo reemplazó y se extendió desde la recuperación democrática fue otro que daba por cierto que lo malo es el autoritarismo, la violencia física y verbal, la descalificación del que piensa distinto, la represión estatal por fuera de sus atribuciones legales o cualquier intento por ignorar la potestad del Parlamento.
Sobre ese relato hegemónico general, el kirchnerismo tuvo su propia variante setentista que fue tomada por válida por seguidores que aún la reivindican.
Pero ahora surgió el relato M, que también abreva en aquella década y es aceptado como real por un sector importante de la población e intenta imponerse en general.
Cristina Kirchner, a través de un periodista cercano a ella como Roberto Navarro, entre otros elogios, acaba de decir que Milei “es kirchnerista en su manera de obrar, es decir que siempre redobla la apuesta” y que la oposición no tiene el coraje que él demuestra.
Coincidencias. Tiene razón la expresidenta: hay más cosas que unen a ambos y a sus respectivos relatos de lo que las apariencias indicarían. De ahí las sonrisas y la “buena onda” el día de la asunción, y la retribuida consideración de Milei hacia ella.
Por lo pronto, es cierto que tanto en el relato K como en el M los que no piensan igual son sospechosos, la ideología de enfrente representa el Mal (el salvaje neoliberalismo o el maligno socialismo) y ambos postulan el “vamos por todo”.
Y en su máximo esplendor (ayer el kirchnerismo, hoy el mileísmo), la oposición parece acobardada; el empresariado, alineado, y la mayoría de los medios, oficialistas.
Una coincidencia más: cuando los relatos se vuelven hegemónicos, los líderes políticos que los representan parecen blindados frente a cualquier acusación, pruebas o aparentes derrotas.
Sus seguidores, y quienes aceptan esa hegemonía adormecen su sentido crítico y son capaces de justificar todo antes de poner en cuestión el relato aceptado.
Fue el blindaje que por mucho tiempo protegió a Néstor y Cristina Kirchner y del que, hasta ahora, goza Milei.
* Presidente y CEO de Editorial Perfil.
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